De agua
Me vengo debiendo un relato que se relacione con una de las actividades que me hacen feliz, y de las cosas que más disfruto en estos tiempos, asà que me pareció una buena idea describir como se siente mi alma y mi cuerpo cuando me acerco al agua (en estos tiempos y hasta que el cuerpo aguante) a kayakear.
Por lo general me muevo por la vida en colectivo (autobús) y el trayecto desde mi casa hasta la guarderÃa donde tengo mi bote (un kayak hermoso llamado Quiero retruco) me obliga a tomar dos colectivos calculando alrededor de 45/ 60 minutos para llegar, el último tramo es a pié, serán más o menos 700 metros caminando, pero ya adentrados unos 400 metros puedo ver el rÃo en el horizonte e inevitablemente todo se me olvida, mis facciones se transforman, la sonrisa se dibuja involuntaria, el cuerpo se distiende y mis pies se sienten flotar sobre los últimos metros de asfalto, bajo saltando las escalinatas de la curva en la que termina (o empieza) calle Baigorria y la mirada me brilla, puedo sentir cada centÃmetro de mi ser trasnformarse cuando voy acercándome al agua. Llegar a la guarderÃa ya es estar en casa, los rostros son familiares y amistosos, me acerco al bote, y lo primero que hago es sacarlo de su cuna echándole un vistazo rápido para corroborar que todo está en orden y acomodar las cosas en los tambuchos, cargarlo en el carro y arrastrarlo los últimos 50 metros hasta la playa, es justo en ese momento cuando el mundo desaparece detrás de mi, los pies en el agua ya son una bendición, me fumo un cigarrillo observando la belleza del agua y el verde que me esperan y me invitan.
Todo listo, arrastro el bote, abrocho el chaleco salvavidas, tomo la pala, me siento y me largo al agua, me gusta cruzar el canal apenas puedo, porque me alejo rápidamente de los aullidos de la ciudad, y de repente, ahà estamos, el rÃo, mi bote y yo, el silencio es perfecto, porque nunca es absoluto, algún motor siempre me recuerda en que siglo vivo, algún bigüá me sorprende con su grito, algún pez que baila cerca, alguna garza que se alza o alguna tortuga que se zambulle en el agua solo para recordarme de quién es la casa, y alguna mariposa que revolotea cerca para recordarme que no estoy sola.
El placer es inmenso, la paz inunda cada fibra de mi ser, voy latiendo al compás de la palada sostenida y constante que me arrima a la otra orilla, busco un refugio, encuentro un lugar, me siento en casa y el bote es mi coraza, me siento parte y familia de este rÃo que me vio nacer y crecer, las aguas que me vieron marchar hacia el otro lado del mundo y también me vieron volver. Las islas, el agua, su flora y su fauna, su gente y los amigos que el agua trae junto con los mates, los acampes y las risas, los recuerdos que ya son ceniza, el amor que flota y se sumerge en cada gota.
Remar es transportarse, no solo sobre el agua, remar es más que un viaje, es más que pasear, explorar o conocer, remar es pulsar, latir, vivir, remar es compartir, remar es sentir...
Por lo general me muevo por la vida en colectivo (autobús) y el trayecto desde mi casa hasta la guarderÃa donde tengo mi bote (un kayak hermoso llamado Quiero retruco) me obliga a tomar dos colectivos calculando alrededor de 45/ 60 minutos para llegar, el último tramo es a pié, serán más o menos 700 metros caminando, pero ya adentrados unos 400 metros puedo ver el rÃo en el horizonte e inevitablemente todo se me olvida, mis facciones se transforman, la sonrisa se dibuja involuntaria, el cuerpo se distiende y mis pies se sienten flotar sobre los últimos metros de asfalto, bajo saltando las escalinatas de la curva en la que termina (o empieza) calle Baigorria y la mirada me brilla, puedo sentir cada centÃmetro de mi ser trasnformarse cuando voy acercándome al agua. Llegar a la guarderÃa ya es estar en casa, los rostros son familiares y amistosos, me acerco al bote, y lo primero que hago es sacarlo de su cuna echándole un vistazo rápido para corroborar que todo está en orden y acomodar las cosas en los tambuchos, cargarlo en el carro y arrastrarlo los últimos 50 metros hasta la playa, es justo en ese momento cuando el mundo desaparece detrás de mi, los pies en el agua ya son una bendición, me fumo un cigarrillo observando la belleza del agua y el verde que me esperan y me invitan.
Todo listo, arrastro el bote, abrocho el chaleco salvavidas, tomo la pala, me siento y me largo al agua, me gusta cruzar el canal apenas puedo, porque me alejo rápidamente de los aullidos de la ciudad, y de repente, ahà estamos, el rÃo, mi bote y yo, el silencio es perfecto, porque nunca es absoluto, algún motor siempre me recuerda en que siglo vivo, algún bigüá me sorprende con su grito, algún pez que baila cerca, alguna garza que se alza o alguna tortuga que se zambulle en el agua solo para recordarme de quién es la casa, y alguna mariposa que revolotea cerca para recordarme que no estoy sola.
El placer es inmenso, la paz inunda cada fibra de mi ser, voy latiendo al compás de la palada sostenida y constante que me arrima a la otra orilla, busco un refugio, encuentro un lugar, me siento en casa y el bote es mi coraza, me siento parte y familia de este rÃo que me vio nacer y crecer, las aguas que me vieron marchar hacia el otro lado del mundo y también me vieron volver. Las islas, el agua, su flora y su fauna, su gente y los amigos que el agua trae junto con los mates, los acampes y las risas, los recuerdos que ya son ceniza, el amor que flota y se sumerge en cada gota.
Remar es transportarse, no solo sobre el agua, remar es más que un viaje, es más que pasear, explorar o conocer, remar es pulsar, latir, vivir, remar es compartir, remar es sentir...
Tengo tanto que agradecer a este rÃo que no alcanzan las palabras para hacérselo saber.