Desarmando ocurrencias.

 Se me ocurre, por alguna razón, pensar en esa situación que se presenta cuando un amigo nos confía algo que le perturba, y de alguna manera lo ninguneamos, o minimizamos su desgracia, suceso o desventura, como si fuéramos superiores o tuviéramos todas las respuestas, y nos olvidamos que cada uno vive de una manera única y personal los acontecimientos, y dejan de ser lo que realmente son para transformarse en lo que uno siente que son, y nos olvidamos también que nos pasa lo mismo a nosotros, y que en algún momento, seguramente estuvimos/estaremos en el lugar del amigo que pide respuestas, que desahoga penas, que necesita catarsis, que pide acompañamiento, ayuda, compasión, o una simple palmada en el hombro, nos olvidamos del otro, nos transformamos en sabios jueces, por un instante nos la creemos, nos adueñamos del papel de todopoderosos y se nos olvida sentir, extraviamos la empatía y nos perdemos en el ego que todo lo arrastra y envuelve, enalteciendo la soberbia, y generalmente eso dura solo un instante, un mínimo de tiempo, un ápice de eternidad que para el otro (sea ese otro, uno u otro) puede marcar la diferencia entre el cielo y el infierno.
 Se me ocurre que en lugar de hablar, deberíamos abrazar, en lugar de pensar, deberíamos sentir, en lugar de juzgar deberíamos aceptar, y en lugar de suponer, intentar conocer. Se me ocurre que cuando prestamos el oído, deberíamos prestar también el corazón, se me ocurre que el otro puedo ser yo en cualquier momento o en este, y que para vos o para mi,ese instante puede marcar la diferencia.
 Se me ocurre que tenemos la costumbre de minimizar la desgracia del otro cuando deberíamos solo respetarla, se me ocurre que tendemos a exagerar las propias desventuras y entre tanto rollo lo que se nos olvida es exaltar en lo cotidiano, la simpleza de la alegría.

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